miércoles, 25 de febrero de 2015

La Teoría del Todo: genio, perseverancia y amor

Stephen Hawkings (Eddie Redmayne) en una escena de la película.

Junto a un par de amigos que me ayudaban a montar algunos muebles para mi nuevo apartamento, el domingo anterior pude ver algunos fragmentos de la ceremonia de entrega de los Premios Oscar. Debo reconocer que en ese momento, mientras estaba sentada frente al televisor, sosteniendo mi copa de vino, experimenté cierta inquietud, ya que de las películas nominadas no había visto una sola.

Aun así, siempre tuve una favorita. Desde que se estrenó en las salas de cine sampedranas, quise ver La Teoría del Todo, porque mis vagas lecturas sobre la vida y obra del astrofísico inglés, Stephen Hawking, habían hecho las veces de un anzuelo que, a fin de cuentas, siempre quise morder.

Pero, como dije, al inicio de la ceremonia de los Oscar llegué con total desconocimiento de los films que competían por llevarse la mayor cantidad de galardones posible, y fue hasta el día siguiente que pude verla. Mis sensaciones tras sus 2 horas y 3 minutos de duración fueron de exaltación ante la que de inmediato no dudé en calificar de “obra cumbre” y nostalgia y melancolía ante el fiel retrato de la vida de una de las mentes maestras de los últimos tiempos.

Y sin pretender hacer de esto un análisis, me presto a plasmar en letras algunas de las impresiones y sensaciones que dejó en mí esta estimulante y agridulce historia biográfica.

Los protagonistas, Eddie Redmayne y Felicity Jones, en una escena de la película.

Resulta que esta exquisita película de James Marsh posee temas que, a mi juicio, son muy interesantes y atrayentes, una narrativa elegante y con estilo e interpretaciones que me resultaron estupendas.

Ahora bien, quien busque una inmersión total y absoluta en la obra trascendental de Stephen Hawking quizás quede algo decepcionado, puesto que la cinta se basa en el libro escrito por su primera esposa, Jane, e invierte más minutos en el romance y la vida personal del genio que en sus trabajos astrofísicos. Aunque, por fortuna, tampoco estamos hablando de un mero panfleto rosa.

Y es que La Teoría del Todo presenta el equilibrio casi perfecto entre esos dos mundos y una infinidad de detalles que van desde la búsqueda de una fórmula que explique el origen del universo hasta la indagación de una tecnología que permita a Hawking dar a conocer al mundo su intacta sabiduría, pese a la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), enfermedad degenerativa que paralizó poco a poco sus músculos desde que era joven.

Stephen Hawking (Eddie Redmayne) sostiene en brazos a su primer hijo.

Además, el romance, aunque pueda gastar más minutos de los deseados, está tratado con acierto, delicadeza y madurez. Y pese a ser esa la base de la narración, estamos hablando de una historia de amor tan natural y sentimental como tenaz y sólida. Así, la película nos narra la vida de Hawking desde que es un optimista estudiante de Cambridge hasta que lo recibe en audiencia la mismísima reina de Inglaterra. Durante este periodo observaremos su romance con Jane, los síntomas degenerativos de su enfermedad, su diagnóstico, su evolución, su doctorado en Cambridge, la redacción de su libro científico-divulgativo, Una breve historia del tiempo, y su éxito y relevancia a nivel científico y mundial. Todos estos acontecimientos se afectan entre ellos y están genialmente interconectados. Por otra parte, la multitud de sentimientos y reflexiones que nos despierta (la rabia al observar la vida que pudo tener el protagonista y no tuvo, las alegrías de amor familiar que experimenta, los sentimientos de pena, de triunfo, etc.), se transmiten a más no poder. Eso deriva en que el argumento se relate con sencillez y tacto, pero también con complicidad y empatía.

Momento en el que Jane exige a Stephen saber la verdad de su enfermedad.

También el drama de la floración de la ELA en Hawking se convierte en una desventura cargada de momentos agridulces, con un protagonista que nos cautiva como un buen joven ignorante de cuál será su destino, un destino que le tiene preparadas muchas trabas y alguna que otra satisfacción, pues Hawking siempre supo que su cerebro no estaría afectado por esta enfermedad y, aunque los médicos le dieron una esperanza de vida de dos años (y para el asombro de todos ya va por los 72), decidió seguir con su vida como quiso y planeó: se casó, tuvo hijos y siguió con sus estudios e investigaciones. 

Escena de la boda de Stephen y Jane.

Los actores también resultan naturales. Pero quien más destaca, sin duda, es el ganador del Oscar a mejor actor principal, Eddie Redmayne. Y es que, como Stephen Hawking, creo que Eddie ejecuta un papel sencillamente soberbio. Ya desde sus días como joven estudiante logra el retrato de un hombre tan bondadoso y tierno como singular y distinto. Y todo eso se presenta cuando el personaje ya tiene signos muy obvios de ELA (y a pesar de las dificultades físicas que supone transmitir ciertos sentimientos). Redmayne ofrece una empatía y una complicidad inusual en un personaje y su transformación física es increíble.

Podríamos decir que estamos ante un biopic escrito con sutileza y atención, bien llevado a escena y que guarda multitud de matices. En resumen, diré que estamos ante un drama increíble y más que recomendable.

sábado, 14 de febrero de 2015

Mi valiosa cadena de oro


Es hora de elevar anclas, de liberar cosas, de desprenderme de personas. 


Por AGG.

Son las 4:00 de la madrugada y tengo tantos deseos de escribir algo sobre todo lo que siento y pienso. Pero no me atrevo a escudriñar en mis emociones y son tantas sensaciones a la vez que no consigo armonizar nada. Y vuelvo de nuevo al mismo rincón.

Ni siquiera en la música encontré refugio. Escuché a Sabina, luego a Pearl Jam. Mis canciones favoritas de Zoé que siempre habían funcionado tampoco pudieron ayudarme en esta ocasión. Finalmente me decidí por Arcade Fire. Descubrí a la banda cuando vi la película Her. Sí, sé lo que la mayoría piensa acerca de esa cinta, pero no importa, a mí me encantó. Cuando la vi, sentí que Joaquín Phoenix interpretando a Theodoro conectó cada uno de mis circuitos. No me tomé a la ligera su argumento ya que, siendo honesta, mi realidad no es tan distinta de la del protagonista.


Me considero un ser complejo, sí. Guardo un par de cartas de amor aún sin destinatario y desde hace algún tiempo converso con mi yo más intrigante y valiente cuando estoy a solas. Continúo pensando y recuerdo que antes solía rehusarme a utilizar eso que llaman teléfonos inteligentes. Pero, de repente, pensé en escapar haciendo uso de esa posibilidad tecnológica. En mi smartphone escribo algunas cosas sobre mí que quizás a muy pocos resulten interesantes, pero de alguna manera son escritos que representan la sinceridad de lo que ocurre en mi peculiar e íntimo mundo.

¡Seres humanos interactuando a través de sus teléfonos móviles! Eso es algo que no hará mucho tiempo pudo considerarse una locura, pero que ahora, en este mundo mío, es una realidad que me permite plasmar en letras mis pensamientos. ¿O es que a caso soy la única persona que ha llegado a sentirse tan sola que, con fuerza irracional, pretendo que mi teléfono cobre vida, mágicamente, para que durante las horas oscuras en las que el miedo me invade, emita un “¿Cómo te fue?” o una expresión tan sagrada y sanadora como “Te amo”? Y es que, ante mis ojos, algo grave le sucede al mundo. Pienso que necesitamos amar con mucha más fuerza y devoción. 


Bueno. Creo que ya mis ideas comienzan a fluir o, al menos, eso intento. Escribo un poco tarde, lo sé, pero me alegra hacerlo un 14 de febrero. Y me alegra que sea a falta de pocos minutos para que el reloj indique que son las 5:00 de la madrugada.

San Valentín. Comprendo el contexto de celebración y respeto cada opinión en torno a si es bueno o malo festejar en este día. Sucede que para mí la fecha sí es importante. Pero no porque sea el día del amor y de la amistad, sino porque tiene que ver, más bien, con que una vez, tal día como hoy, debí decir adiós y supe aceptar que algunas personas ya sólo podrían estar en mi cajita de recuerdos, en mi alma. Y es que justo hace siete años encontré a un ser maravilloso con el que compartí un tiempo extraordinario. Un ser que me enseñó a crecer y que ya no está más que en mi recóndito rincón de nostalgias, ahí donde guardo lo imperecedero. 


También en una fecha como hoy consolidé una alianza inquebrantable con dos mujeres que forman parte de mí. De una de ellas me despedí hace algunos años. Tiemblo cuando recuerdo a mi hermana mayor abordando aquel avión, cargando su pequeña maleta y su cámara fotográfica. Parecía contenta. Yo preferí no llorar para no estropear con lágrimas el momento, ya que presentí que si lo hacía, aquello podría derivar en una mala racha. Así que sonreí, prometiéndole tenerla siempre presente en mis recuerdos.

Era sábado, igual que hoy. De pronto, todo se tornó gris. Pero mi vida debía continuar. Decidí arreglarme y visitar un sitio que me relajara. Me sentía muy triste, más no deshecha. Después de todo, me quedaba un ala. Quizás no era mi hermana de sangre, pero sí de espíritu: mi obstinada compañera de apartamento, mi amada Flaca.

Juntas brindamos, cantamos, lloramos, reímos y sanamos. Después de todo, solo quedábamos ella y yo y en ese preciso instante sentimos que nada podría salirnos mal. ¡Ay, flaca, he disfrutado tanto contigo! Agradeceré eternamente ese incondicional amor tuyo. Quizás no tenga la valentía suficiente para enfrentarte y lamento ahora mismo no poder darte un abrazo. Sé, sin embargo, que nada de eso representaría un consuelo para ti en estos momentos. La pérdida de tu abuelo y la agonía de tu abuela son dos duros golpes con los que la vida, caprichosamente, ha querido ponerte a prueba y de los que seguramente saldrás airosa. Lamento también que hayas debido marcharte tan pronto, sin que diera tiempo siquiera a despedirnos como era merecido. Reconozco que siempre imaginé que llegaría el momento en el que cada una tomaría un camino distinto, pero jamás creí que sucediera tan pronto y de esta manera. Y es que nuestros caminos se entrelazaron desde muy temprano, lo sabes. Yo sigo siendo para ti la niña que jugaba en el patio trasero con su camisita de Pocahontas y que se lanzaba de panza sobre la ceniza. Puedo imaginarte muriendo de risa por eso y yo evidenciando mi enfado, con mi ceño fruncido y mis labios estirados porque estaba despeinada, con mi cara sucia y el dolor en mi pancita por el golpe. No te equivocas, Flaca, esa niña loca sigue aquí. Sé que has temido por mí y por las decisiones que he tomado. Sé lo mucho que me quieres. Sé que no deseas nunca verme infeliz. Pero, mi pequeña amiga, prometo andar siempre con cuidado, prométeme que también tú te cuidarás y que, de vez en cuando, observarás a la luna sabiendo que también yo lo haré para inmortalizar nuestra historia. 


Hace siete años, decía, un 14 de febrero, también decidí apegarme al amor y vencer la crueldad de un corazón abatido, sin aliento, que yacía en ruinas y devoraba toda alma que se le acercara. Fue entonces cuando aprendí la lección más importante de mi vida: que no hay odio que me paralice, que no hay oscuridad que nuble la inmensa llama de mi interior. Siento que me tragué una estrella.

Muchas cosas me han ocurrido en desde entonces. Alguien, incluso, llegó a decirme recientemente que me nota distinta. Serenamente, le respondí que es porque estoy creciendo. Y en ese proceso prevalece mi decisión de amar como se debe, amar desde las entrañas. Así como siento que me aman y que amo a mi abuela, a mi madre y a mis ancestros.

Dentro de poco amanecerá. No he dormido nada y en un par de horas deberé afrontar una mudanza. Sí, emprendo una nueva etapa. Me mudaré con una persona muy especial y a quien respeto, admiro y quiero mucho. ¿Qué si alguna vez imaginé esta situación? No, de ninguna manera. Pero de tanto caminar por mil caminos he aprendido que siempre habrá un destino, y eso fue lo que me condujo a este momento. Así que acepto el presente con amor y con una carga de sentimientos positivos. Estoy convencida de que algo grande sucederá en nuestras vidas. 


Por ahora, la pequeña debe cerrar su corazón y descansar un instante. Cuando amanezca, el show deberá continuar. Yo tengo motivos para recordar con especial agrado este 14 de febrero imperecedero. Y para explicar cuál es exactamente mi ideal de amor, acá comparto algunas líneas del escritor Roberto Juarroz:

“Un amor más allá del amor,
por encima del rito del vínculo.
Más allá del juego siniestro,
de la soledad y la compañía.
Un amor no sometido a los fogonazos de ir y de volver,
de estar despiertos o dormidos,
de llamar o de callar.
Un amor para estar juntos
o para no estarlo.
Pero también para todas las posiciones 

intermedias.
Un amor para abrir los ojos.
Y, quizás, también, para cerrarlos”


lunes, 9 de febrero de 2015

Talentosos

Luis Chávez (derecha), junto a los niños de la academia Talentosos.

Por AGG.

Cuando somos niños, descubrimos lo verdaderamente importante. Cuando crecemos y somos adultos solo debemos recordar. Esta reflexión vino a mi mente a raíz de un reportaje para el canal de televisión en el cual trabajo, cuando irrumpí, de pronto, en una clase de dibujo en la academia Talentosos, un espacio de fomento del arte para niños. La energía del lugar es fascinante. Cuando llegamos, los niños observaban nuestra cámara con cierto asombro y emoción, y aunque algunos de ellos parecían un tanto nerviosos, no vacilaron a la hora de compartir conmigo sus creaciones.

Espontaneidad, pureza, amor. Todo estaba ahí, plasmado en sus dibujos y pinturas. De repente, por un instante olvidé mi edad y, sentada, conversando con algunos de ellos, pude sentirme niña otra vez.

Una niña muestra su más reciente creación.

Reconozco que había olvidado lo que era cerrar los ojos, respirar y volverlo todo negro, con la intención de viajar al mundo interno de la fantasía, justo donde nacen los colores. Fue Yeimy, una pequeña de ocho años, quien me animó a hacerlo. Dijo que es de esa manera que ella da forma a sus creaciones. Me habló de hadas y de viajes a París, de niños que vuelan entre nubes. Sus dibujos expresan alegrías o tristezas.

Para su instructor, el caricaturista Luis Chávez, es una “fortuna” compartir su tiempo y conocimientos con ellos. Considera que hay tanto potencial en cada uno de sus alumnos que Talentosos irá, inevitablemente, a más. Por ahora, los niños ya dibujan y pintan. Pronto, aprenderán también a hacer animaciones gráficas. El objetivo, asegura Luis, “es sentar las bases de una industria de animadores gráficos en el país”.

Dos de las niñas en pleno proceso de dibujo.

Así, ya solo queda rezar para que en San Pedro Sula y el resto de Honduras este tipo de espacios se propaguen. Para que todos los infantes, sin importar su raza, credo o condición social, tengan la posibilidad de encontrar un guía que les ayude a desarrollar sus aptitudes.

Me emociono. Y es que, si se los observa y escucha detenidamente, uno recupera, de manera casi inconsciente, la esperanza. Como cuando hablé con Kelsyn López, quien a sus siete años de edad asegura ser capaz de dibujar y pintar ballenas bailarinas. Aunque, de inmediato, aclara que sabe muy bien que no existen. Pero, si él así lo quiere, las creará, sentenció.

Mía muestra su dibujo.

Gestos y palabras como las suyas y como las de Yeimy bien podrían significar que cuando crezcan lograrán algo grandioso, si se lo proponen. Porque no hay rastro de temor a lo imposible en sus ojos. Y, en cambio, sí hay ilusión y fuerza.

Visitar Talentosos me devolvió la fe. La fe de que quizás podamos contar, pronto, con una generación de jóvenes más justa, sana e involucrada en los asuntos que afectan al país. No puedo evitar imaginar, ahora que soy una adulta, que este quizás sea apenas el inicio de una nación superior.

AGG.


Información de contacto:

Dirección: Colonia Trejo, San Pedro Sula
Clases de dibujo y caricatura.
Clases de dibujos animados (movimiento).
Clases de teatro.
Clases de guitarra.
E-mail: luischavez@hotmail.com
Facebook: https://www.facebook.com/EscuelaDeDibujoTalentosos

viernes, 6 de febrero de 2015

Mario

Mario Durán. Tela, 1949.

A Mario.

Creo en el amor de un hombre, porque conozco a Mario. Me aceptó y amó desde el primer instante. Él es ternura, compasión y devoción. Me enseñó a escribir y practicó pacientemente conmigo la letra "s" que cuando era una niña tanto me costó aprender. También los números y el reloj. 

Ahora mismo y desde siempre vela por mi seguridad y felicidad. Suele preguntar si ya encontré a un buen hombre. Yo guardo silencio. En el fondo pienso que me reservo para ese ser de infinito amor, paciencia y comprensión. Un ser que tenga una pizca de mi abuelo Mario, el hombre de mi vida. Lo amo tanto.

El adiós de Cerati

"Poder decir adiós es crecer".- Gustavo Cerati.

Adiós - Gustavo Cerati

Suspiraban lo mismo los dos
y hoy son parte de una lluvia lejos.
No te confundas, no sirve el rencor,
son espasmos después del adiós.

Ponés canciones tristes para sentirte mejor,
tu esencia es más visible.
Del mismo dolor
vendrá un nuevo amanecer.
Uuuuh...

Tal vez colmaban la necesidad,
pero hay vacíos que no pueden llenar.
No conocían la profundidad
hasta que un día no dio para más.

Quedabas esperando ecos que no volverán,
flotando entre rechazos
del mismo dolor.
Vendrá un nuevo amanecer.
Uuuuh...

Separarse de la especie
por algo superior.
No es soberbia, es amor. 
No es soberbia, es amor...

Poder decir adiós 
es crecer. 
Uuuuh...


Foxcatcher, la poética del silencio


Steve Carell, Channing Tatum y Mark Ruffalo, en 'Foxcatcher'.


"Nos estrenamos en el cine con Benneth Miller, extraño caso de debut tardío -a los 38 años-, con sólo tres películas, todas excelentes, posee un universo propio".
AGG.

Crítica de Javier Ocaña. Diario El País.


El placer de ver una gran película solo lo supera ver una gran película sobre la que no sabías casi nada, o de la que andabas equivocado sobre su trama, concepto e intenciones. Foxcatcher es una de ellas. De modo que si desconocen su relato, sigan así porque si conectan con su personalísimo estilo, brillante pero no apto para los buscadores de placeres fáciles, probablemente queden boquiabiertos no sólo con su estrambótica historia, sino sobre todo con la maestra propuesta escénica y de montaje de Bennett Miller.

Que en el pasado Festival de Cannes, templo del arte, el ensayo y la vanguardia, Miller obtuviera el premio al mejor director entre diversos ejercicios de radicalismo formal dice mucho del ojo del festival francés y de la anomalía de autor estadounidense, extraño caso de debut tardío (a los 38 años), y que con sólo tres películas, todas excelentes, Capote (2005), Moneyball (2011) y la presente, se ha revelado como poseedor de un universo propio, concepto tan manido que, justo por eso, debiera intentar explicarse. Hay en el cine de Miller, y en Foxcatcher en particular, una mágica convergencia entre el tempo en los diálogos, el ritmo de montaje, la puesta en escena, la introducción de la música, la tenebrosa fotografía, el tratamiento del sonido, los insertos de objetos y el insólito ejercicio del silencio como clímax dramático. Sin necesidad de escribir sus guiones, Miller está componiendo una obra auténtica, personal y arriesgada, y en Foxcatcher, basada en hechos reales y con interpretaciones mayúsculas, hay un historión detrás, pero tan extravagante que se podía haber contado de mil maneras distintas, y quizá la comedia absurda era la más adecuada (y obvia). Sin necesidad de contar demasiado, digamos que hay deporte, un campeón olímpico de lucha y un millonario benefactor. Pero Miller opta por un angustioso drama existencialista en el que nunca se ofrecen respuestas y sí una atmósfera de terror moral, donde el reverso tenebroso del sueño americano se articula por medio de la megalomanía, el desamparo social y familiar, y el más oscuro y tétrico de los deseos.

Ya en los minutos finales, hay un momento que puede que resuma el estilo Miller: un plano general de 40 segundos en absoluto silencio, con la cámara estática en la esquina contraria a la habitual en una habitación, y un hombre derrotado que acaba de ver en la tele un documental sobre sí mismo. Es el crepúsculo de los dioses americanos. Y el triunfo del arte.


Una historia

"Eso era todo lo que un hombre necesitaba: esperanza".- Charles Bokowski.


"Se espera que la lluvia pase. Se espera que los vientos lleguen. Se espera. Se dice. Por amor al silencio se dicen miserables palabras. Un decir forzoso, forzado, un decir sin salida posible, por amor al silencio, por amor al lenguaje de los cuerpos".

Alejandra Pizarnik, Palabras (fragmento)


Por Any Gutiérrez.

Contigo fue fácil despegar y dejar mi realidad atrás. Una realidad que nunca me gustó. Lo triste fue que en mi interior siempre supe que nuestra historia estaba destinada a la autodestrucción. Y es que era demasiado intensa, demasiado invasiva, como un fuego que reduce todo a cenizas.

Fuiste tan tirano conmigo como lo fui yo contigo. Y aunque para mí no hubo culpables, ya que ambos fuimos responsables de nuestras decisiones, yo te elegí, decidí quererte después de ver ese mágico mundo en tus ojos. Tú decidiste quedarte.

Me quedo con la eternidad de tu sonrisa y tu mirada, esa que tanto intenté descifrar y que después de un tiempo por fin pude entender que intentaba hablarme de amor.

Según ‘el escritor maldito’, Charles Bukowski, cuando amas lo incorrecto, lo repulsivo de un ser, es cuando de verdad amas. Pues yo amé todo de ti. Ese ceño fruncido, tus celos, esa loca idea de intentar hacerme cambiar de parecer para que comprendiera el mundo a tu manera. Ese pedacito de ti que concebiste en otra estrella, pero que yo añoraba fuera solo mío. Sí, todo eso amé.

Si acaso has borrado mi rostro y ya no distingues mi aroma. Si has dejado de quererme, no lo digas. Amarga y desconsoladamente me resisto a saberlo.

Mientras tanto, seguiré curándome sola. No guardo rencor, sino nostalgia, compasión e infinito amor. Amor por ti. Esta quizás solo sea una historia de esas que suelo construir en mi subconsciente, cargada de tristeza. Pero es una historia hermosa. Es mi historia contigo.


jueves, 5 de febrero de 2015

Joaquín habla de peces


Hay canciones que tienen un ritmo y una armonía especial que las hace únicas. Poseedoras de una letra tan bien lograda que cualquiera de sus versos tiene sentido por sí solo, que al ser interpretadas por cualquiera que sea la voz renacen como un regalo. Canciones que nunca pierden su vigencia.

Joaquín Sabina compuso y regaló Peces de ciudad a su paisana Ana Belén, para que ésta la publicara en su disco homónimo. Tiempo después comenzó a interpretarla él mismo, añadiéndole matices a su letra (algo muy común en él). Obra de arte que con su armonía de sonidos y pausas nos traslada inevitablemente a los diversos parajes que describe entre voces y piano.

Sus versos y notas hacen que sea una de las mejores maneras para despertar el romanticismo y la pasión intrínsecos en cada alma humana. Por eso hablamos de ella y la escuchamos. Es la canción insigne del cantautor español.

Peces de ciudad habla de aquellas personas que han olvidado soñar y nadar libremente por el mar de la vida y que ahora no son más que presa de las directrices impuestas por una sociedad que pierde su humanismo con cada gesto. A esto, Sabina supo agregar experiencias personales y un cúmulo de detalles que hacen de Peces de ciudad un composición única, perfecta. Sin duda, una de las mejores canciones del imaginario sabinesco. Razón demás para quitarnos el sombrero ante este caballero de voz grave y alma inquieta.

AGG.

Letra:

Se peinaba a lo 'garçon' 
la viajera que quiso enseñarme a besar 
en la Gare d'Austerlitz. 
Primavera de un amor 
amarillo y frugal como el sol 
del veranillo de San Martín. 
Hay quien dice que fui yo 
el primero en olvidar 
cuando en un si bemol de Jacques Brel 
conocí a "mademoiselle Amsterdam". 

En la fatua Nueva York 
da más sombra que los limoneros 
la Estatua de la Libertad, 
pero en Desolation Road 
las sirenas de los petroleros 
no dejan reír ni volar. 
Y en el coro de Babel 
desafina un español;
no hay más ley que la ley del tesoro 
en las minas del Rey Salomón. 

Y desafiando el oleaje 
sin timón ni timonel, 
por mis sueños va, ligero de equipaje, 
sobre un cascarón de nuez, 
mi corazón de viaje, 
luciendo los tatuajes 
de un pasado bucanero, 
de un velero al abordaje, 
de un "no te quiero querer". 

Y cómo huir 
cuando no quedan 
islas para naufragar 
al país 
donde los sabios se retiran 
del agravio de buscar 
labios que sacan de quicio. 
Mentiras que ganan juicios 
tan sumarios que envilecen 
el cristal de los acuarios 
de los peces de ciudad 
que mordieron el anzuelo, 
que bucean a ras del suelo, 
que no merecen nadar...

El Dorado era un champú, 
la virtud, unos brazos en cruz, 
el pecado, una página web. 
En Comala comprendí 
que al lugar donde has sido feliz 
no debieras tratar de volver. 

Cuando en vuelo regular 
pisé el cielo de Madrid, 
me esperaba una recién casada 
que no se acordaba de mí. 
Y desafiando el oleaje 
sin timón ni timonel, 
por mis venas va, ligero de equipaje, 
sobre un cascarón de nuez, 
mi corazón de viaje, 
luciendo los tatuajes 
de un pasado bucanero, 
de un velero al abordaje, 
de un liguero de mujer. 

Y cómo huir 
cuando no quedan 
islas para naufragar, 
al país 
donde los sabios se retiran 
del agravio de buscar 
labios que sacan de quicio. 
Mentiras que ganan juicios 
tan sumarios que envilecen 
el cristal de los acuarios 
de los peces de ciudad,
que perdieron las agallas 
en un banco de morralla, 
en una playa sin mar...


Lectura de subsistencia

"Hace falta una mujer como tú para llegar al hombre dentro de mí".- Bob Dylan.
Qué mejor manera de despertar a la pequeña que con esta publicación apacible escrita por un muy buen amigo. Un relato que nos transporta por un camino de certezas y desconcierto del que resulta difícil escapar.
AGG. 

Estaba condenado a muerte y los médicos le daban de seis meses a un año de vida. Como es sabido, el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya lo había asumido así y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su novia, quien se desentendió de lo que le ocurriera. Su familia y sus amigos vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimientos. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes que le habían congraciado y algunos países donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlos.

También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable y con algunos lugares unidos a lecturas, olores y sabores y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir.

Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado buena parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan fastidiada y tan onerosa, las había pasado leyendo y así había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biblioteca casera y el milagro que había esperado encontrar en el enigmático interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el lugar exacto que ocupaban en el estante. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de las transformaciones crueles de su encuadernación deteriorada. Agarrar alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición le producía un placer renovado. Aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.

Por eso quería despedirse de ellos. Por gratitud, por obligación moral, por honestidad. Aquel deseo era probablemente el episodio más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba de vida y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos.

Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.

Escoger un libro para iniciar la ronda le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no decirle adiós al pobre don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su alucinación suicida? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?

Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que tomó una decisión y optó por el orden alfabético de los apellidos de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le escapaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro e iniciar otro que se encendía con la luminosidad de una mañana en su pueblo.

El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con Haruki Murakami entre las manos y se dijo: "Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo". Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del inescrutable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con un deleite renovado el Ulises de Joyce.

A los dos años se enfrentó con El fantasma de Canterville de Oscar Wilde y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.

Pasó por Sábato, García Márquez, Rulfo, Sade, Tolstói y, cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, murió.