jueves, 5 de marzo de 2015

Mutza, el balcón y la luna (Primera parte)


"La luna llena mi aldea deteriorada, es como usted la ve".- Kobayashi Issa.

¡Qué sonido más triste! A Mutza se lo escucha angustiado. Su llanto es casi agónico. ¿A caso no comprende la situación? Él, tan joven y vigoroso, en otro tiempo tan atrevido y desenfrenado, conquista ahora las horas más oscuras con sus quejidos. Gusta de observar melancólicamente la luna y ofrece serenatas a las estrellas. No hace mucho se saciaba de amor y aventuras. Se escurría entre los tejados del vecindario hasta regresar a casa. Solo le bastaba empujar la tela metálica de la ventana para caer tendido sobre el acogedor sillón.

Mutza es un pichón y aún no es buen peleador. Una noche se escapó y recibió una paliza de sus vecinos y amigos. Fue tal el percance que corrió despavorido y asustado hasta su casa, con el corazón latiéndole muy deprisa. Seguro piensa que por haber transgredido las reglas esa vez fue que se ganó el castigo actual de permanecer encerrado. Y es que tras la mudanza luce desorientado, sin comprender su nuevo estatus de cautividad. Sus colegas taciturnos ya no están. A Mutza solo le queda un balcón y la luna.


Ahí es donde sale cada noche. Monta guardia postrado sobre una diminuta lámina de zinc que sobresale de la base de hormigón del suelo del apartamento donde ahora permanece confinado. Sabe que está a varios metros de altura y que cualquier osadía podría resultarle fatal. Sufre sin que nadie entienda su dolor. Abajo, en la calle, una gata lo incita a saltar. Es la misma gata clandestina que lo visita cada noche para maullarle canciones de amor, lanzarle besos y esparcir su aroma en el viento para que él lo olfatee y reúna el valor necesario para saltar. Pero el temor lo invade. Su instinto le dice que sus huesos no resistirían a una caída semejante y eso genera en él aún más desilusión y tristeza. Su cortesana pronto se retira, tan presumida, tan despreocupada.

He llegado a pensar que ella disfruta atormentarlo. Que quizás sea su manera de vengar a esas otras gatas que como ella han debido sanar las heridas provocadas por gatos desalmados y sin escrúpulos. Que es así como obtiene su desquite. Pero Mutza no es de esos. Él solo observa con desconsuelo cómo ella, cruelmente y pese a sus súplicas, se aleja, se desvanece entre las sombras del callejón.
 

Sujeté a Mutza entre mis brazos. Intenté consolarlo. Se rehusó al principio, pero insistí y lo apreté contra mi pecho. Estoy segura de que sintió mi calor porque de inmediato dejó de maullar. Se había calmado. Compañero, le susurré, yo entiendo tu soledad y tu tristeza. La compartimos en este mismo balcón. Si pudieras, te serviría un trago para que bebiéramos y probablemente charlaríamos hasta el amanecer. Pero, ¿qué estoy diciendo? Tranquilo Mutza, escucha mi silencio y observa mis ojos. Sé que puedes descifrar el mundo oculto tras ellos porque finalmente te acercas a mí, rozas mi pierna y lames mi mano, como buscando un aliado. Mutza, amigo, estamos solos en este balcón de oro, comprendiéndonos. Es muy bonita nuestra vista desde aquí. Al menos hay árboles en frente, entre los que se cuela la luna. Al menos está la tenue brisa de la noche que nos acaricia la piel. Es bastante tranquilo acá, Mutza. Hace un rato apenas escuchaba a la gata clandestina, nada más que eso. Ahora solo estamos tú, la luna y yo.

De repente, algo me hace regresar al mundo real. Escucho ruidos abajo, en la calle. Es de madrugada y hay un indigente que hurga entre la basura. Me alegra saber que el plástico y las latas que deposité ahí hace una hora están a la vista y en bolsas separadas, fáciles de reconocer. Es imposible que él no las vea, que no sepa lo que contienen. Me doy cuenta de que es un anciano y no quiero que meta sus manos en los desperdicios ya que los gusanos cubrirían sus dedos. Esas asquerosas larvas que ponen las moscas. Que se amontonan y arrastran dando un espectáculo grotesco.


Por favor, señor desconocido, no manosee cualquier bolsa. Observe bien. Las latas y botellas están separadas de los gusanos, murmuré, consciente de que él no me escucharía. Mutza se me quedó mirando, como entendiendo perfectamente la situación. Ya no estábamos solos. Y al contemplar esa escena del anciano removiendo los restos de inmundicia recordé lo que meses atrás me tocó vivir en el Basurero Municipal de San Pedro Sula…

4 comentarios:

  1. Simplemente genial. Espero con gusto la segunda parte y la tercera y la cuarta...

    ResponderEliminar
  2. me gusta el minirrelato , m a llevado a atras en el tiempo cuando tambien mi familia tenia un gato en casa y le paso lo mismo que a tu gato , el del relato, volvio a casa magullado a la mañana siguiente

    ResponderEliminar