viernes, 6 de febrero de 2015

Foxcatcher, la poética del silencio


Steve Carell, Channing Tatum y Mark Ruffalo, en 'Foxcatcher'.


"Nos estrenamos en el cine con Benneth Miller, extraño caso de debut tardío -a los 38 años-, con sólo tres películas, todas excelentes, posee un universo propio".
AGG.

Crítica de Javier Ocaña. Diario El País.


El placer de ver una gran película solo lo supera ver una gran película sobre la que no sabías casi nada, o de la que andabas equivocado sobre su trama, concepto e intenciones. Foxcatcher es una de ellas. De modo que si desconocen su relato, sigan así porque si conectan con su personalísimo estilo, brillante pero no apto para los buscadores de placeres fáciles, probablemente queden boquiabiertos no sólo con su estrambótica historia, sino sobre todo con la maestra propuesta escénica y de montaje de Bennett Miller.

Que en el pasado Festival de Cannes, templo del arte, el ensayo y la vanguardia, Miller obtuviera el premio al mejor director entre diversos ejercicios de radicalismo formal dice mucho del ojo del festival francés y de la anomalía de autor estadounidense, extraño caso de debut tardío (a los 38 años), y que con sólo tres películas, todas excelentes, Capote (2005), Moneyball (2011) y la presente, se ha revelado como poseedor de un universo propio, concepto tan manido que, justo por eso, debiera intentar explicarse. Hay en el cine de Miller, y en Foxcatcher en particular, una mágica convergencia entre el tempo en los diálogos, el ritmo de montaje, la puesta en escena, la introducción de la música, la tenebrosa fotografía, el tratamiento del sonido, los insertos de objetos y el insólito ejercicio del silencio como clímax dramático. Sin necesidad de escribir sus guiones, Miller está componiendo una obra auténtica, personal y arriesgada, y en Foxcatcher, basada en hechos reales y con interpretaciones mayúsculas, hay un historión detrás, pero tan extravagante que se podía haber contado de mil maneras distintas, y quizá la comedia absurda era la más adecuada (y obvia). Sin necesidad de contar demasiado, digamos que hay deporte, un campeón olímpico de lucha y un millonario benefactor. Pero Miller opta por un angustioso drama existencialista en el que nunca se ofrecen respuestas y sí una atmósfera de terror moral, donde el reverso tenebroso del sueño americano se articula por medio de la megalomanía, el desamparo social y familiar, y el más oscuro y tétrico de los deseos.

Ya en los minutos finales, hay un momento que puede que resuma el estilo Miller: un plano general de 40 segundos en absoluto silencio, con la cámara estática en la esquina contraria a la habitual en una habitación, y un hombre derrotado que acaba de ver en la tele un documental sobre sí mismo. Es el crepúsculo de los dioses americanos. Y el triunfo del arte.


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