jueves, 5 de febrero de 2015

Lectura de subsistencia

"Hace falta una mujer como tú para llegar al hombre dentro de mí".- Bob Dylan.
Qué mejor manera de despertar a la pequeña que con esta publicación apacible escrita por un muy buen amigo. Un relato que nos transporta por un camino de certezas y desconcierto del que resulta difícil escapar.
AGG. 

Estaba condenado a muerte y los médicos le daban de seis meses a un año de vida. Como es sabido, el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya lo había asumido así y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su novia, quien se desentendió de lo que le ocurriera. Su familia y sus amigos vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimientos. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes que le habían congraciado y algunos países donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlos.

También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable y con algunos lugares unidos a lecturas, olores y sabores y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir.

Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado buena parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan fastidiada y tan onerosa, las había pasado leyendo y así había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biblioteca casera y el milagro que había esperado encontrar en el enigmático interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el lugar exacto que ocupaban en el estante. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de las transformaciones crueles de su encuadernación deteriorada. Agarrar alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición le producía un placer renovado. Aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.

Por eso quería despedirse de ellos. Por gratitud, por obligación moral, por honestidad. Aquel deseo era probablemente el episodio más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba de vida y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos.

Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.

Escoger un libro para iniciar la ronda le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no decirle adiós al pobre don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su alucinación suicida? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?

Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que tomó una decisión y optó por el orden alfabético de los apellidos de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le escapaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro e iniciar otro que se encendía con la luminosidad de una mañana en su pueblo.

El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con Haruki Murakami entre las manos y se dijo: "Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo". Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del inescrutable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con un deleite renovado el Ulises de Joyce.

A los dos años se enfrentó con El fantasma de Canterville de Oscar Wilde y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.

Pasó por Sábato, García Márquez, Rulfo, Sade, Tolstói y, cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, murió.

1 comentario:

  1. Esta historia me puso la piel de gallina, de verdad la disfruté. =)

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